
Por: Diógenes Armando Pino Avila
Tuvimos la fortuna de nacer en un lugar edénico a la margen derecha del río Grande de la Magdalena, rodeado de dilatadas sabanas que poseen el encanto misterioso de innumerables termiteros —“tacánes” les nombramos los nativos— que semejan figuras fantasmales construidas, a lo largo de centurias, por termitas o “comejenes” .
Este lugar, donde vimos la luz por vez primera, está custodiado por cimbreantes palmeras que orgullosas ondean sus penachos en un desafío perenne, como si danzaran con la música que el viento ejecuta para que ellas, las palmeras, escojan pareja entre la variedad de frutales que reverdecidos la acompañan en los patios solariegos, cobijo de parrandas de mayores y travesuras infantiles.