"En Tamalameque no se ha hecho lo de mañana, cuando está en la calle hoy". Sabias palabras que le escuché un día a Carmen Villarreal, mientras me servía un almuerzo con cabeza de bagre, en la fonda que tiene en Puerto Bocas. Con ellas plasmó fielmente uno de los fenómenos culturales propios de los pueblos de la costa.
Es que si los guajiros le temen a la lengua Sanjuanera y los Loriqueros a la del barrio Kennedy, en el Cesar y la Depresión Momposina deben temerle a la lengua Tamalamequera. Porque el Tamalamequero tiene una lengua de fuego, que fustiga y castiga sin piedad. Este fenómeno cultural, obedece, tal vez, a la falta de sitios de recreación y a la falta de espectáculos que sirvan de vía de escape para liberarnos de la tensión que el ocio nos provoca.
Además, como el pueblo es pequeño, todo nos queda cerca, nos conocemos unos con otros, conocemos el mínimo secreto de nuestros vecinos y paisanos, y muy comunicativamente lo hacemos público, sin importarnos la privacidad del otro. Parece que nos sobra tiempo -mucho tiempo- y ese sobrante, que no sabemos utilizar en cosas más edificantes, lo aprovechamos, para dejar escapar nuestra imaginación, nuestra fantasía creadora, y la enfilamos a contar historias, a inventar historias, a comentar sobre los demás, en pocas palabras, usamos ese sobrante de tiempo en socializarnos muy comunicativamente "comiendo prójimo".
Es común ver en Tamalameque, a cualquier hora del día o de la noche, a pequeños grupos de personas haciendo corrillos en las esquinas o sentados a las puertas de las casas, en el trabajo de hablar de sus vecinos. Hay incluso sitios plenamente identificados como comentaderos públicos, donde el Tamalamequero llega con el propósito de enterarse de lo que pasa en el pueblo. Muy conocidos el del palito de maíztostao de la plaza frente al Palacio municipal, El parquecito del mercado en horas de madrugada, cuando se compra la carne, y el de las bancas que hay en la entrada del hospital. Hay en cada barrio personas -por lo general mujeres- que tienen la fama bien merecida de habladoras, a las cuales Kennedy Vargas tiene catalogadas de acuerdo a su radio de acción como: La de Alguacil, La del Cabrito, La de Chocontá, La parabólica, etc. refiriéndose a las repetidoras de la televisión.
Para ilustrar un poco la situación transcribo la anécdota que Fabián Rodríguez me contó:
"Una vez −dijo Fabián− venía con Jaime Cadena de un baile de carnaval en el barrio Flores de Sabana, era bastante tarde, no sabía la hora. La calle estaba desierta, oscura, a tan altas horas de la noche no se veía a ningún ser humano aparte de nosotros dos, tan solo divisábamos muy difusamente el bulto de los burros que duermen recostados a los alares de las casas para que el sereno de la noche no les caiga encima Jaime silbaba una pachanga de moda, y el silbido se alargaba como un elástico en el silencio de la noche. Caminábamos y mientras Jaime silbaba, yo le hablaba de la pareja que había macizado toda la noche, una hermosa picolera a punto de conquista, la que un antequereño en un barato me acababa de quitar.
Cuanto terminé de contarle, Jaime dejó de silbar y distraídamente me preguntó: ¿cómo que horas son Don Fabio? yo no tenía reloj y conteste: "No sé viejo Jaime, pero es tardísimo". No había terminado de hablar cuando desde el oscuro, por la rendija de una ventana cerrada nos contestaron: "Falta un cuarto minutos para las tres".
"No te digo quien, viejo Pino, porque lo metes en tus escritos y me comprometes".
Este es mi pueblo. Con razón −pienso ahora− que lo que Roberto Galván, una noche jugando dominó, me dijo sobre el particular, es verdad: "La lengua Tamalamequera, viejo Pino, no es viperina. ¡Es más, es: triperina!".
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